Nacemos y según rompemos a llorar se nos apunta en una lista -católico, escriben, por ejemplo- y ya estamos dándole dinero y sangre a alguien. El resto del transcurso, si uno no despierta, es el simple crecimiento exponencial y ordenado de la explotación y de la estafa. Y luego palmas. Una granja siniestra empapada de colorín barato. Esa es la verdad, y entiendo bien que uno prefiera preservar su salud mental y no verla. A ciertas alturas de la vida la cantidad de hilos que nos unen al vampiro es tal que al tratar de liberarnos de uno nos enredamos con tres más, y deambulamos por la celda tropezando con paredes que ni siquiera vemos. Es ese, sin duda, un baile triste.
En consecuencia, hoy, a medio despertar, si me preguntasen como desearía que fuese mi futuro (aunque es algo que nadie me pregunta), sospecho que la imagen resultante sería esencialmente la de una retirada y una substracción. Diría, quizá, que me veo (viejo, porque ya no soy joven hoy) en un taller monte arriba, haciendo música y collages, raramente visitado por nadie. Un taller del que saldría poco, que se habría convertido en casa sin dejar de ser taller y que, pareciéndose inevitablemente a aquel aparente caos de Francis Bacon, tendría sin embargo un orden interno, intestino, conectivo, neuronal, que yo comprendería con cierta claridad y que me daría calma. Se trataría, pues, de un orden de repliegue. No de conquista. No de alcance. No de obtención. No de extracción. No de comunicación. Sería un reino de ausencias. Un desorden, si se quiere.
El orden, según lo entiende el hombre común, es, por supuesto, una impostura de control, una tiranía productiva. Pretender que más allá de la eficacia propia y la propia estética -necesariamente única- preexiste una organización universal, siempre la misma, es un abuso de la moda del siglo, y como mentira obedece necesariamente a una opresión. Nosotros, pobres, lo vamos tomando prestado, sin darnos cuenta siquiera, de las neurosis de las culturas dominantes. Ahora Viena y su frígido tiralíneas funcionarial; luego parís y su afectado frú-frú libertino hasta en lo proletario; más adelante Inglaterra y su sadomasoquismo latente y algo chusco. Que si aquí la Bauhaus. Que sí allá el zen y los espacios nítidos. Que si la homogeneidad americana de la postal y el electrodoméstico. Que si la síntesis atonal de un mundo que desea ser algoritmo, plano, definitivo. Ordene su armario. Anule sus recuerdos. Compre esta cajita. Castigue a sus hijos. Eduque y muestre a un tiempo.
Todos esos órdenes coinciden en varias cosas que mi (des)orden ideal desprecia, pero quizá el más evidente es que su estética obedece siempre a un reflejo, no a un ejercicio interior. Mucho más allá de la funcionalidad, es la expresión del modo en que deseamos ser vistos. Si uno repite ese deseo cada día, quizá en algún momento llega a convertirse en el deseo mismo. ¿Llega el yonqui a ser la droga? ¿Llega el ordenado a ser el orden?
Digo lo de “culturas dominantes”, porque, se entiende, aquellas que no lo son jamás imponen su idea más que intramuros. Uno puede pensar en un orden romano, o un orden soviético, o un orden de la España imperial, pero nunca en un orden italiano, o un orden argentino, o un orden brasilero, o un orden irlandés, por mucho que todos esos lugares mentales lo hayan tenido y lo sigan teniendo con toda seguridad, para consumo interno. Por tanto, concluyo con la mayor simplicidad que el orden como concepto absoluto no sólo no existe, sino que es una relatividad interesada e impuesta desde el poder colonial, ya que cualquier poder es inevitablemente colonial, no ya sobre lo físico, sino, con más trágica intensidad, sobre lo psíquico. El dominado, entonces, será necesariamente “desordenado” -en el sentido moral, sobre todo- y se le otorgarán, por contraste, los muchos vicios del primitivismo, aunque también sus misterios añadidos.
Pero pese a toda esta manía organizativa del deseo -que sirve a la esclavitud y de la que nadie escapa del todo- lo cierto es que, en el fondo, allá dentro, consciente o no, despierto o aún dormido, cada ser tiene su orden verdadero y que ese orden verdadero es purísimamente personal. Eso que llaman “desorden” suele ser, en los talantes evolucionados, uno de sus modos sinceros y útiles: un reflejo que no se construye para que los demás nos contemplen, o como utensilio de dominación moral, sino que es una decantación práctica del espíritu. Una cristalización privada. Un estilo que no sabe siquiera que lo es y que es, por tanto, superior.
En cuanto a mis ocupaciones en ese feliz y caótico futuro, quizá sorprenda a alguien que no incluya entre ellas la de escribir, pero ya dije que se trataba de substraer, no de añadir. Toda manifestación artística lleva en sí el (necesario) parásito de una idea de organización. Y es indudable que tal parásito es especialmente dominante sobre los modos de creación no matéricos, como la escritura, que ni siquiera conserva el elemento manual que redime a la música. Instintivamente, yo me voy amigando más y más con los procesos que atenúan en lo posible la tristeza del baile del que hablábamos al principio. Con los hechos cuya esencia es la colaboración y la magia de la casualidad. Con las arquitecturas que difieren del internado. Con las disciplinas que pueden, ya sea de modo marginal, funcionar sin un organigrama estricto. Si uno quiere fluir, es más fácil entrar en el río que construir un acueducto. Del mismo modo es más fácil cantar que escribir libros.
Escribir (lo digo por escrito, lo sé) me parece hoy, casi siempre, un acto de colaboración con el orden como impostura. De hecho, todos los libros que aún tolero tienen algo de transgresor en su medida interna, algo que los pone al borde de ser considerados no-libros. Es cierto que en sus esfuerzos por romper el modelo de orden moral que implica la estructura-libro sus autores no han llegado a comprender aún que, pongamos, nadie escapa de un matrimonio casándose por segunda vez. Pero al menos intentan un segundo vínculo lo bastante estrafalario y suicida. Eso los redime, en cierto modo, y da fe del horror ante lo establecido que es condición necesaria para ser inicialmente humano.
Eximo de este severo juicio a los poetas, si es que queda alguno en la sala, porque la poesía, igual que el desorden, es un tipo de ejercicio espiritual privado que se manifiesta en todo (incluso de vez en cuando por escrito, aunque rara vez en verso), que ni siquiera necesita soporte físico, muestra o comentario, y que no sirve a nadie, excepto al tan necesario despertar.
“Una vez que has entregado el espíritu, todo lo demás le sigue con total certeza, incluso en medio del caos”. Así empieza si no recuerdo mal, Trópico de Cáncer.
¿Puede quien escribe dejar de hacerlo? ¿Debe? En nombre del (des)orden, yo creo que sí. Quizá el que cuenta, en cambio, no pueda dejar de contar.
Pero de esto y de mi pasión por los hoteles en temporada baja, podemos hablar mañana, quizá.