Hablé hace poco de lo extraordinario (aquello que no puede suceder pero sucede). Tal orden podría dividirse a su vez en lo extraordinario benéfico y lo extraordinario maléfico, sin perder de vista que en un terreno tan incierto ambos subgrupos se funden a menudo en amalgamas difíciles de distinguir (y extrañamente atractivas). Ni los dioses ni las hadas ni las potencias ni los espíritus ni los milagros ni las catástrofes son siempre nítidos, acaso porque sus motivos son de cariz distinto al nuestro, o acaso –exactamente al contrario– porque reflejan nuestra complejidad (lo extraordinario en nosotros). El rango de Los Monstruos vive en esa frontera, y en él brilla, con la ambigua luz de la vecindad, la casta de los asesinos. Ellos –pese a su consistencia carnal– han pasado una puerta que los demás humanos sólo contemplamos en la distancia, con temor supersticioso, y saben lo que hay tras el umbral. Nosotros no lo conoceremos nunca.
Hablo del “asesino puro”, claro, aquel que no es accidental, social o meramente sanguíneo. Aquel que no mata a la contra de sí mismo o a favor de sus taras, sino en un estado que se intuye extático y en el que subyacen, extrañas, autoluminiscentes, las ideas de destino y de vocación; de misión y de autoría. ¿Cómo no sentir fascinación por él? ¿Cómo no quedar petrificados de emoción –una emoción mixta, si se quiere– ante quien, consciente, voluntario, transgrede una y otra vez el límite aterrador?
No es difícil tampoco distinguir entre ese asesino sagrado –llamémosle así, siguiendo a Bataille– cuando se manifiesta en la vieja cultura europea y su hermano de la cultura industrial moderna. En aquella, se trata de un monstruo al que su propia aristocracia (su propia distinción) mantiene intramuros del infranqueable castillo, paráfrasis de la cueva ignota de los monstruos anteriores al cuento. La húngara Erzebeth Bathory y el bretón Gilles de Rais son sus ejemplos más obvios y enigmáticos, transidos de una grandeza abisal, indescifrada. Barbazul, otro símbolo complejo, su reflejo fabulado más habitual. En nuestro tiempo, en cambio, floreciendo en la obscena abundancia de los Estados Unidos (con Jack El destripador y Edgardo Poe como ambiguos puentes entre pasado y modernidad), el arquetipo se “democratiza” y gana los atributos de la cotidianeidad, la publicidad y la autoría… “Tu también puedes”, le dice América a su joven de talento. “Cualquiera, con voluntad y trabajo, puede ser un monstruo y, por tanto, un aristócrata”, le susurra un coro irresistible. “Just do it”. Y sobre su firma se construye un monolito de sangre y dólares que tendrá al cine y la televisión como heraldos y ejecutores.
La fórmula es millonaria, pero tiene problemas filosóficos a medio plazo. Primero, porque el concepto profundo de aristocracia, ineludible, es más evasivo aún que el de monstruo, y apenas ha empezado a comprenderse en EEUU cuando ya su imperio se resquebraja. Segundo, porque una máquina de hacer dinero no trata jamás de solucionar un enigma: le basta con replicarlo ad nauseam, y se cuida mucho de hacer síntesis. El sistema se encarga, con mayor o menor finura, de fingir que investiga la incógnita, cuando en realidad se limita a permutar sus modos exteriores; a mantener en marcha el engranaje del dinero.
Así, es cómico en cierto modo –pero justo, poéticamente– que tuviese que ser un iconoclasta de los países antiguos, un danés al que a menudo se acusa de farfullar ideas inconexas, el que explicase finalmente, con impecable precisión, en qué consiste en verdad el asesino americano. Fue Lars Von Trier en “The House Jack Buildt”, una película de 2008, enervante, perfecta, poco valorada. Yo traté de contarlo en profundidad en ESTE ARTÍCULO para Revista Paco, pero la tesis nivel usuario es muy simple: el asesino en serie del nuevo mundo es una metáfora del transcurso del artista hecho a sí mismo.
Dejemos tiempo al lector para que ojee el texto –para que esté en acuerdo o en desacuerdo con nosotros– y volvamos después con él al mundo antiguo, para comprobar la distancia entre paradigmas. A la edad media de aquel mismo Gilles De Rais que se constituye, por la propia bipolaridad de su vida, como enigma. Gilles, uno de los hombres más poderosos de la Francia de la primera mitad del siglo XV, partida en dos por la guerra de los cien años. Gilles, al que todos hemos terminado por conocer, vagamente, por sus crímenes horrendos, sus degollinas de niños, su necrofilia extravagante y fecal, sus misas negras… finalmente confundido con Barbazul en la mente popular. Sí, pero Gilles, también –no tanta gente lo recuerda– que antes de asesino aberrante había cabalgado, resplandeciente entre la flor de la cristiandad, junto a una Santa. Gilles, compañero de armas de Juana de Arco en la liberación de Orleans. Gilles, elegido por La Doncella como “uno de los nuestros”, para vencer a su lado en el nombre de Dios y salvar a Francia.
En su novela Lá bas, obra de notable intuición social sobre la que ondea la presencia de tan ambiguo paladín, Huysmans ve clara la primera mitad del dilema. “La gran dificultad”, dice Durtal, personaje guía y trasunto del autor, “es la de explicar cómo este hombre, que fue un capitán valiente y un buen cristiano, se convierte de pronto en un sádico sacrílego y en un cobarde (…) como tocado por la varita de un hada o de la pluma de un dramaturgo. Eso es lo que mortifica a sus biógrafos. Está claro que hay influencias imposibles de rastrear que deben haber estado trabajando largo tiempo. Y debe haber afloramientos ocasionales que no son mencionados en las crónicas (…)”.
Sin embargo, hasta este punto el problema no dista mucho, aún, de aquel con que se encuentran los porteros y vecinos de nuestro muy funcional siglo XXI cada vez que asesinan a alguien en su bloque: “Era un señor muy atento, es incomprensible que haya hecho algo así”, recitan sobre el matarife confeso. “Siempre saludaba a todo el mundo”. La perplejidad, tanto la de Huysmans como la del portero, es justificada y muy lógica: se debe a una contradicción, no a una identidad.
Para encontrarnos con esta última, más misteriosa, debemos tomar por una vez el punto de vista de un creyente (también Huysmans se convirtió, al final, también De Rais murió perdonado) y seguir a Borges. En Tres versiones de Judas, una de sus miniaturas de relojería angélica, el argentino narra los trabajos de un erudito sueco de principios del XX, Niels Runeberg, en su obsesivo estudio de la figura de Judas Iscariote. Durante sus convulsas disputas con otras eminencias y autoridades eclesiales, Runeberg rebate la idea genérica de que no sabemos apenas nada sobre aquel que fuera el traidor por excelencia: “sabemos, dijo, que fue uno de los apóstoles, uno de los elegidos para anunciar el reino de los cielos, para sanar enfermos, para limpiar leprosos, para resucitar muertos y para echar fuera demonios (Mateo 10: 78; Lucas 9: 1). Un varón a quien ha distinguido así el Redentor merece de nosotros la mejor interpretación de sus actos”.
Este argumento de Runeberg (no sabemos si también de Borges) para Judas encaja como un guante con el caso de Gilles de Rais. Si Juana de Arco no es Cristo, sí es indudablemente un ser elegido por Dios en representación suya. Es fácil colegir y defender, en consecuencia, que existe una relación igualmente especular entre sus acólitos y los apóstoles. Y así, podemos recoger y reiterar la frase anterior para comenzar una vindicación de Gilles De Rais, que fue uno de los elegidos por Juana (es decir, por Dios), para guiar a las huestes de la verdad en la batalla contra sus enemigos. Hagámoslo: Un varón a quien ha distinguido así el Redentor merece de nosotros la mejor interpretación de sus actos
En otro momento del cuento de Borges, Runeberg apunta también que hechos como la delación de Cristo por Judas son técnicamente superfluos, pero que indudablemente sucedieron, ya que “suponer un error en la Escritura es intolerable”. “No menos tolerable es”, prosigue, “admitir un hecho casual en el más precioso acontecimiento de la historia del mundo. Ergo, la traición de Judas no fue casual; fue un hecho prefijado que tiene su lugar misterioso en la economía de la redención”.
Pensemos entonces de nuevo en De Rais. O mejor, pensemos en cualquiera que, en un momento de su vida haya sido elegido por la gracia. Nada de lo que realice en ese estado puede considerarse casual. Todo es no ya “guiado”, sino inexorable. Ahora bien, si es claro que en el gran teatro de la Venida de Cristo nada pudo quedar al albur, también es lícito preguntarnos por las representaciones de provincias. Resulta obvio que las vidas en torno a la Revelación fueron trazadas de principio a fin, y que cada pequeño azar no fue tal, sino que tuvo (y tiene, repetido eternamente) su lugar misterioso en la economía de la redención. Pero, ¿qué sucede en los tablados menores, en los laterales de la escena, en los suburbios de lo sacro? Es decir: ¿debemos considerar que la vida completa de cualquiera “tocado” obedece a un plan inmutable o puede suceder que, una vez cumplida su función, el santo momentáneo sea devuelto a la -hipotética- corriente del libre albedrío?
El segundo caso nos obligaría a mantener precaución en nuestro juicio sobre el pobre Gilles. Lo convertiría en un ser misterioso en observación, sí, pero no lo eximiría, necesariamente, de sus culpas.
El primero, en cambio, implicaría –como en el caso del Judas que ve Runeberg– que absolutamente cada paso de su existencia tuvo y tiene un sentido marcado por lo superior. Ello nos exigiría el problema de contemplar (de descifrar) también sus atrocidades como manifestaciones necesarias de la gracia, del plan, de la divinidad.
Pero bajémonos ahora de la fe. Dejemos que el lector calcule la distancia o cercanía entre los monstruos de antaño y los de hogaño. Cerremos esta pequeña incursión volviendo al principio: “Ellos, los asesinos, han pasado una puerta que los demás humanos sólo contemplamos en la distancia, con temor supersticioso. Saben lo que hay tras el umbral”.
Recuerdo que en algunos de los pasajes más bellamente perturbadores de From hell, la excelente novela gráfica de Allan Moore, Jack el destripador –desde el inicio sabemos que es el médico de la reina– logra acceder a otros planos temporales en los éxtasis que alcanza a través del asesinato y la mutilación ritual. Recuerdo también la incapacidad documentada de decenas de asesinos, más comunes, para expresar lo que sucede, exactamente, cuando se mata.
Lo inefable. Lo que no se puede hablar, ni fabular. Lo que sólo se puede actuar.
Lo que hay más allá de la puerta.
En ese libro opaco e impreciso que es El verdadero barba Azul, Bataille retrata a un De Rais muy distinto al de Huysmans. Es allí apenas un niño eterno, un simplón brutal amparado por las prebendas de su clase. Bien. Imaginemos, ahora, que es en efecto ese monstruo simple, bruto, retrasado, infantil el que mata.
¿Qué ven el retrasado y el niño cuando entran en los lugares que jamás pisaremos quienes nos tenemos por lúcidos?
¿Cómo lo contaría, él?
Y entonces el misterio no disminuye, sino que adquiere, en ello, una nueva luz peculiar.
(Imagen - Vincent Cassel como Gilles de Rais en “Juana de Arco”, de Luc Besson)